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Que tengas un buen día.

La “TMT” es una administración pública cualquiera que tiene dos oficinas en la ciudad, la primera tres calles más arriba que la otra. 

 

-Hola, buenos días, quisiera hacer una consulta.

-Tiene que ponerse a la cola para que le den un número y le asignen una mesa.


Ponerme a la cola y que me den un número conlleva unos veinte minutos de espera.  Tiempo suficiente para escuchar al resto de sufridores acordarse de la madre y el padre de la chica que atiende en el mostrador (denominado sin ninguna clase de fundamento “Información”). 

-Hace dos meses solicitamos un certificado sobre esta referencia y no lo hemos recibido. Aquí tiene una copia de la solicitud. Quería un número para las mesas y consultar qué ha pasado con nuestro escrito.

- A ver, déjeme la copia que trae.

 

Toma el papel en las manos, parece leer dos líneas, se levanta y se pone a buscar en una bandeja. Pasan unos minutitos más.

 

-Uy, pues no sé dónde está la solicitud. No la encuentro. No sé dónde la ha puesto mi compañera… y está de vacaciones…

 

Las vacaciones y los desayunos son un fenómeno curioso, digno de estudio. Creo que son una subcategoría dentro de los agujeros negros, una especie de triángulo de las Bermudas donde la gente desaparece. Iker debería investigar sobre esas vacaciones interminables e intermitentes y esos desayunos-almuerzos donde te ponen una bolsa de Tipany´s con el café.

-Bueno, mira, yo te doy un número y tú preguntas al de la mesa.

 

Tengo el número 12. Bonito número. En contra de todo pronóstico, no pasan cinco minutos, y el panel de turnos me dice que es el mío, en la mesa 10. Sólo hay cinco mesas. Ya decía yo que iba muy bien la cosa.

-Oiga, perdón, ¿la mesa 10 dónde está? –pregunto al tipo que atiende en la mesa 2.

-Ni idea, cuando la encuentre me lo dice –con un tonillo chulesco-cómico de lo más desagradable.

- ¿Perdón? Lo pregunto porque es mi turno y el panel me indica que la mesa es la 10.

-Pues no sé, vaya arriba, que hay más mesas.

 

Yo creo que este señor, que trabaja aquí todos los días, conoce tan bien este lugar como yo conozco Stalingrado.


Subo las escaleras aparecen en el horizonte tres mesas, sin numeración que las identifique. Rastreo, pregunto y encuentro la mesa 10, como podría ser la mesa 77.

-Buenos días. Quisiera preguntar por esta solicitud que hicimos hace dos meses, a las que aún no nos han respondido.

 

El tipo me mira con cara de póker. Me pega un post-it en mi copia del documento, ha escrito un nombre en él.

-Vaya a las otras oficinas, planta primera y pregunte por este hombre, él le informará.

 

Gracias. Salgo del edificio y camino hasta la otra oficina. Encuentro algo parecido a un vestíbulo, con un señor de mediana edad sentado a modo de conserje. Le enseño el post-it y le pido ver a la persona en él escrita. No puedo. Dice que allí no se recibe a la gente. Dice que le importa un rábano lo que ha dicho el señor de la mesa 10. Dice que no. Dice que no. No es no.

Vuelvo al otro edificio, vuelvo a subir las escaleras, salto sobre la mesa 10.

-Oiga, el conserje del otro edificio no me deja pasar para hablar con la persona que Vd. me ha indicado.

-Eso es imposible, Vd. vaya y hable con quien le he dicho.

 

Pasa un ángel, dos, media docena. Creo que hablo sin mover los labios. Me parece que un espíritu burlón me ha poseído y estoy expresándome en arameo, aunque yo no tengo conciencia de ello. Me miro las manos, los brazos, el traje de verano, comprado en las rebajas. Compruebo que sigo ocupando espacio en la realidad, soy una persona. Vamos, que se están riendo de mí conmigo delante.

-Acabo de decirle que el conserje no me deja pasar. ¿Qué hago?, ¿paso aunque no me lo permita?

-No, espere, espere un momento.

 

He perdido la cuenta de los momentos. Este es largo. Hace tres llamadas, se levanta, entra en un despacho, luego en otro. Sale. Coge el post-it que escribió antes, lo rompe, toma otro, anota un nombre distinto y un teléfono y me dice que vuelva a la otra oficina y le comente el tema a la persona que me señala. Gracias.


Salgo del edificio y camino hasta la otra oficina. Encuentro un vestíbulo y alguien parecido a un conserje me mira con asco y aburrimiento, sentado como lo haría una persona normal. Le enseño el post-it y le pido ver a la persona en él escrita. No puedo. Dice que allí no se recibe a la gente. Dice que le importa un rábano lo que ha dicho el señor de la mesa 10. Dice que no. No es no. Dice que llame al teléfono que me han facilitado, que es el de esa oficina, y pida una cita.

- ¿Me está diciendo que vuelva a mi despacho para llamar aquí? ¿No puedo pedir la cita estando aquí ya? ¿Tengo que irme para hacerlo?

-Sí, aquí no le va a atender nadie.

- ¿A Vd. le parece normal lo que me está diciendo?

-Bueno… no sé, avisaré a la secretaria del Sr. Task, por si le puede dar la cita ahora.

La secretaria del Sr. Task, el apuntado en la nota, se me acerca y habla mi idioma, ¡qué suerte! Me da cita. 

Mientras, el conserje o lo que sea murmura para sí, se lamenta, porque cree que debería ser de los SWAT, el pobrecito dedica su vida a apagar fuegos, desfacer entuertos y solucionar crisis humanitarias mundiales. Tiene el estrés metido en el cuerpo, las responsabilidades le abruman, la preocupación le embarga, no duerme por las noches, las contracturas le impiden descansar y alimentarse… por eso las dos neuronas vivas que tiene rebotando en las paredes de su pequeña cabecita nunca llegan a conectar.

-¡Adiós! Que tenga un buen día –le digo. 

Un día tan bueno como el que Vd. con su amabilidad, profesionalidad y humanidad me ha dado a mí…


-Lo mismo le digo –responde.

Sí, lo mismo, campeón, lo mismo.

 

Lo escrito aquí es una realidad superadora de la ficción vivida por quien suscribe allá por el año 2003.

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