Por cosas de la vida (más bien de la profesión), hace años (diría siglos), tuve la temeridad de ir a Elche en bus, por un temita penal. Libro en mano, preparada para digerir ocho horas de trayecto, la realidad me sorprendió con ruidos extraños y humo blanco. La máquina se quedó encajada en el arcén, mientras atravesaba una montaña cualquiera. Sapos y culebras salían de la boca de los pasajeros: - - “¡M…! Y ahora… a esperar a que venga el de reserva desde Granada… veremos cuánto tarda… “ - decía alguien desde los primeros asientos. - - “¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer! Joder, para una vez que pillo el directo, que es más caro pero tarda menos, va y se rompe… “ -gritaba otro desde el fondo. - - “¡Me c… en la leche! Esto es gafe… el tercero, el tercero en dos meses… ¡autobús en el que viajo, autobús que se rompe !” -se lamentaba otra. En poco más de una hora se hizo de noche y bajó la temperatura. Juraría por mi gata que lo que se oía a lo lejo