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Un soplo de aire fresco.

Por cosas de la vida (más bien de la profesión), hace años (diría siglos), tuve la temeridad de ir a Elche en bus, por un temita penal. 

Libro en mano, preparada para digerir ocho horas de trayecto, la realidad me sorprendió con ruidos extraños y humo blanco. La máquina se quedó encajada en el arcén, mientras atravesaba una montaña cualquiera. 

Sapos y culebras salían de la boca de los pasajeros: 

-     - “¡M…! Y ahora… a esperar a que venga el de reserva desde Granada… veremos cuánto tarda… “- decía alguien desde los primeros asientos.

-      - “¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer! Joder, para una vez que pillo el directo, que es más caro pero tarda menos, va y se rompe… “-gritaba otro desde el fondo.

-     -  “¡Me c… en la leche! Esto es gafe… el tercero, el tercero en dos meses… ¡autobús en el que viajo, autobús que se rompe!” -se lamentaba otra.

En poco más de una hora se hizo de noche y bajó la temperatura. Juraría por mi gata que lo que se oía a lo lejos eran lobos aullando. No hay luz, el conductor ahorra energía. Uno escucha música, otra habla por teléfono con su familia y dos se gustan. 

Un chaval de veintipocos charla en “Spanglish” con un mochilero angloparlante. Algún asiento más tarde, una chica de pelo oscuro y ojos grandes se cuela en la conversación. Y las chispas saltan, rebotan en el techo del autobús. Yo, más al fondo, veo zigzaguear las chiribitas, mezclarse en el aire y desvanecerse. Me incorporo en el asiento y respiro profundamente: un poco de aire fresco siempre viene bien.

Han pasado dos horas y llega la reserva. Aplaudimos y nos mudamos. El chaval y la chica ya no hablan con el mochilero. Con el cambio de vehículo, han decidido sentarse juntos y, en el silencio de la noche en carretera, sólo se oyen sus voces. Se relatan la vida, se piropean el uno al otro, se ríen, hora tras hora. El rumor de la charla va y viene como las olas del mar y la brisa de su deseo mueve con delicadeza las cortinillas de las ventanas.

Paramos en un restaurante del camino, allá por Lorca. Unos salen pitando al baño, otros fuman, otras socializan con un gato negro que ronda el sitio. Nos hacemos amigos. Ojalá pudiera llevármelo, pero no puedo. El conductor abre la puerta, subimos. Falta alguien, faltan dos. 

Pasan unos minutos. El conductor se cansa de esperar, toca el claxon varias veces. Los dos aparecen corriendo, vienen de un pequeño parque que hay detrás del restaurante; el gato los mira y me mira y me guiña el ojo y yo se lo guiño a él. Ella sin aliento, con el pelo revuelto; él sonriente, con los labios rojos. Se suben al autobús y guardan silencio… en silencio es más fácil conservar en la memoria lo que nos sucede.

Hemos llegado a Elche. Me bajo del autobús. Ellos siguen, no sé hasta dónde. A la una y media de la madrugada las calles de Elche siguen puestas, pero la gente no. Mis tacones repican en el suelo y pesan en mi espalda el bolso, la mochila, el portátil, el expediente, mi paciencia, mi cansancio y mi sueño. 

Sé que el gato sigue rondando aquel restaurante. Todas las noches se da un paseo por el parque de atrás, para respirar aire fresco, porque no hay oscuridad que asfixie la luz que allí dejaron una noche un chico sonriente y una chica de ojos grandes.


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